15 de agosto de 2014

Coetzee y la cuestión del especismo



Estos últimos meses he estado esporádicamente leyendo a J.M Coetzee y me gustaría compartir algunos párrafos que me ha parecido interesantes, para animar a todos aquellos que todavía no conozcan a este autor que se acerquen a sus textos. También incluyo algunos extractos de entrevistas y artículos publicados.

Debo reconocer que disfruto más con el Coetzee pensador que con el Coetzee narrador. Algunos de sus ensayos críticos me parecen brillantes en estilo y contenido. En este artículo, como su propio nombre indica, me centraré en sus reflexiones sobre el problema del especismo y la explotación sobre los animales nohumanos.

En estos párrafos de su libro
«Las vidas de los animales», Coetzee reflexiona sobre las conexiones entre el Holocausto y nuestra opresión sobre los animales no humanos:

«"Como ovejas al matadero” “Murieron como animales.” “Los mataron los carniceros nazis.” En las denuncias de los campos de concentración reverbera tan profusamente el lenguaje de los mataderos y los corrales que ya apenas es necesario que prepare yo el terreno para la comparación que estoy a punto de hacer. El crimen del Tercer Reich, dice la voz de la acusación, fue tratar a las personas como a los animales.

Permítanme decirlo abiertamente: estamos rodeados por una empresa global de degradación, de crueldad, de matanza, capaz de rivalizar con todo lo que llegó a hacerse durante el Tercer Reich, de dejar todo aquello incluso a la altura del barro, con la peculiaridad de que la nuestra es una empresa sin fin, que se autoregenera y que incesantemente trae al mundo nuevos conejos, ratas, aves de corral y ganado de toda especie con la sola intención de matarlos.

Y optar por hilar muy fino y sostener que no hay comparación posible, que Treblinka fue, por así decir, una empresa metafísica dedicada tan solo a la muerte y la aniquilación, mientras que las industrias cárnicas están, en definitiva, consagradas a la vida (a fin de cuentas, una vez que mueren sus víctimas, no las incineran ni las entierran, sino que las trocean y las refrigeran y las envasan de modo que puedan ser consumidas cómodamente en nuestros hogares), es tan magro consuelo para tales víctimas como flaco favor habría sido (discúlpenme el mal gusto de lo que voy a decir) pedir a los muertos de Treblinka que disculpasen a sus asesinos porque su grasa corporal era necesaria para fabricar jabón y su cabello para relleno de colchones.»

Coetzee también critica la legimitidad racional de los cuestionamientos acerca de la conciencia en otros animales. Pues resulta muy cierto que cuando se trata de animales humanos apenas nadie cuestiona que realmente sean conscientes —incluso cuando nos encontramos con casos marginales al promedio establecido, como son los bebés o los discapacitados mentales— pero cuando se trata de otros animales que no son humanos entonces el criterio para reconocerlos como sujetos de repente se torna extremadamente estricto. Esto se puede comprobar perfectamente hoy en día, dado que ahora con más numerosas evidencias claras y razonables que nunca antes en la historia acerca de la sintiencia en otros animales y sin embargo el cuestionamiento —cuando no el puro negacionismo— persiste frente a las evidencias. Así lo señala Coetzee:

«Es muy interesante eso que planteaba. No hay conciencia que podamos reconocer como tal consciencia. No hay conciencia, por lo que hemos llegado a saber, de un yo cargado de historia. Lo que me importa es lo que tiende a aparecer acto seguido. No tienen conciencia, por consiguiente... Por consiguiente, ¿qué? ¿Por consiguiente tenemos entera libertad para utilizarlos en provecho de nuestros fines? ¿Por consiguiente somos libres de matarlos? ¿Por qué? ¿Qué tiene de especial la forma de conciencia que reconocemos para que matar a quien la tenga sea un delito mientras que matar a un animal no merezca castigo alguno? Hay momentos...

—Y eso, por no hablar de los niños pequeños —apunta Wunderlich. Todos se vuelven a mirarlo—. Los niños pequeños no tienen conciencia de sí mismos, y sin embargo nos parece un delito mucho más aberrante matar a un niño que matar a un adulto.

—¿Por consiguiente? —dice Arendt.

—Por consiguiente toda esta discusión sobre la conciencia, sobre si los animales la tienen o no, es una simple cortina de humo. En el fondo, protegemos a nuestros semejantes. Los niños pequeños se salvan, los corderos lechales están condenados.»

Si bien es cierto que esta reflexión parece referirse más bien a la conciencia abstracta o intelectiva que es un fenómeno del pensamiento —pensarse a uno mismo como un ser que en efecto existe. Pero sucede no es necesario poseer inteligencia, o una inteligencia especialmente desarrollada, para constituirnos como seres conscientes en tanto que todos los seres dotados de sensación poseen al menos conciencia sensitiva por el mero hecho de poder sentir. Si alguien experimenta una percepción tiene que haber necesariamente un yo al que la sensación haga referencia. Las sensaciones no se producen en un vacío. Si yo siento un dolor entonces soy yo quien lo siente. Esto es la conciencia básica o el fenómemo neurológico de la subjetividad.

También en «Las vidas de los animales» podemos leer lo siguiente:

«La pregunta que hemos de formularnos no debe ser si tenemos algo en común con los demás animales, sea la razón, la consciencia de uno mismo o el alma (con el corolario de que, si la respuesta es negativa, tenemos todo el derecho a tratarlos como queramos, apresándolos, matándolos, deshonrando sus cadáveres). Regreso a los campos de exterminio. El muy especial horror de los campos, el horror que nos convence de que lo que allí sucedió fue un crimen contra la humanidad, no estriba en que a pesar de la humanidad que compartían con sus víctimas los verdugos las tratasen como a piojos. Eso es demasiado abstracto.

El horror estriba en que los verdugos se negaran a imaginarse en el lugar de las víctimas, del mismo modo que lo hicieron todos los demás. Se dijeron: “Son ellos los que van en esos vagones para el ganado que pasan traqueteando”. No se dijeron: “¿Qué ocurriría si fuera yo quien va en ese vagón para transportar ganado?”. No se dijeron: “Soy yo quien va en ese vagón para transportar ganado”. Dijeron: “Deben de ser los muertos que incineran hoy los responsables de que el aire apeste y de que caigan las cenizas sobre mis coles”. No se dijeron: “¿Qué ocurriría si yo fuera quemado?”. No se dijeron: “Soy yo quien se quema, son mis cenizas las que se esparcen por los campos”.

Dicho de otro modo, cerraron sus corazones. El corazón es sede de una facultad, la empatía, que nos permite compartir en ciertas ocasiones el ser del otro. La empatía tiene muchísimo — o todo — que ver con el sujeto, y poco o nada con el objeto, el “otro”, tal como apreciamos de inmediato cuando pensamos en el objeto no como un murciélago (“¿Puedo compartir el ser de un murciélago?”), sino como otro ser humano. Hay personas que gozan de la capacidad de imaginar que son otras; hay personas que carecen de esa capacidad (y cuando esa carencia es extrema, los llamamos psicópatas), y hay otras personas que disponen de esa capacidad, pero que optan por no ejercerla.»

Ante la pregunta de si la violencia contra los animales no humanos está conectada causalmente con la violencia entre los humanos, Coetzee responde:

«No es es una conexión a la que yo dé importancia. En primer lugar, bastantes sociedades pacíficas matan violentamente y a gran escala a animales. En segundo lugar, si vamos a reformar nuestro comportamiento hacia los animales no deberíamos estar haciéndolo por algún segundo motivo, por ejemplo, como la reforma de nuestro comportamiento hacia los miembros de nuestra propia especie.»

Finalmente, dado que la mayor parte de sus escritos se pueden encontrar relativamente fácil en español, termino esta entrada aportando mi traducción de un breve artículo que Coetzee publicara en un periódico de Sidney [Australia], en el año 2007, exponiendo sus reflexiones nuevamente sobre el problema del especismo y la explotación de los individuos no humanos:

«Para cualquier persona reflexiva, debería ser obvio que hay algo terriblemente erróneo en nuestra relación con los demás animales, a quienes consideramos comida. Debería también ser obvio que este error se ha elevado a gran escala durante los últimos 100 o 150 años, en tanto que la explotación tradicional se ha convertido en una industria de producción mecanizada.

Hay otras maneras en las que el error en nuestra relación con los demás animales se manifiesta —para nombrar dos: el comercio de piel y la experimentación animal— pero la industria para comida, la cual convierte a los animales en productos y subproductos, supera con creces a todas las demás juntas en el número de individuos que que explota.

La gran mayoría de la gente tienen una actitud contradictoria acerca de esta industria: consumen sus productos pero se desagradan y molestan cuando alguien les muestra o les hace pensar en lo que ocurre dentro de las granjas y los mataderos. Por tanto, llevan una vida en la que procuran no pensar en ello y tratan también de que sus hijos vivan en la misma ignorancia deliberada evitando así que sus sentimientos se vean fácilmente conmovidos.

La transformación de los animales en unidades de producción surge en el siglo XIX, y ya entonces se advertía que había algo profundamente errónea en el hecho mismo de tratar a los otros animales como mercancías.

Este presentimiento se hizo tan fuerte y claro que ya no se pudo simplemente ignorar. Fue entonces cuando, en pleno siglo XX, un grupo de hombres poderosos y sanguinarios en Alemania tuvo la idea de adaptar los métodos de la ganadería industrial, tal y como fue perfeccionada en Chicago, a la matanza —o como ellos la llamaban: procesamiento— de seres humanos.

Por supuesto que nos estremecemos de horror cuando vemos de lo que fueron capaces de hacer. Qué horrible crimen es tratar a seres humanos como ganado: sabíamos que esto sucedería tarde o temprano. Pero nuestra indignación debería ser más precisa: qué terrible crimen es tratar a seres humanos como unidades de producción. Y deberíamos añadir: qué terrible crimen es tratar a cualquier animal como una unidad de producción.

Ahora bien, sería un error idealizar la esclavitud tradicional de animales como el estándar hacia el que la industria de explotación animal debería dirigirse. La explotación tradicional sigue siendo brutal aunque se realice a menor escala. Un mejor criterio para juzgar esas prácticas debería ser este sencillo principio: ¿podemos afirmar que lo que estamos haciendo es realmente humanitario?

Los esfuerzos del movimiento de Derechos Animales —un movimiento que se sitúa en algún punto del espectro moral entre el reformismo del bienestar animal y el radicalismo de la liberación animal— están enfocados a la gente decente que al mismo tiempo sabe e ignora que todo eso es totalmente contrario a nuestra conciencia moral.

Hay gente que dirá: "Sí, es terrible lo que padecen esos animales", pero en seguida añadirán, con un leve encogimiento de hombros, "pero qué le vamos a hacer".

La tarea del movimiento es ofrecer a la gente imaginativas y prácticas opciones que puedan decidirse a escoger después de haber tomado conciencia de cómo viven y mueren los animales esclavizados. La gente necesita saber que hay alternativas a los productos de la explotación animal.

Estas opciones no deben implicar ningún sacrificio a la salud, y no hay razón por las que estas opciones deban ser más costosas.

Aparte, lo que comúnmente se llaman sacrificios no son sacrificios en absoluto. Los únicos sacrificios en verdad se ejercen sobre los animales no humanos.

Los niños representan la esperanza. Los niños son de naturaleza empática, y su carácter no ha sido todavía endurecido por años de adoctrinación. Si les damos la oportunidad, los niños ven a través de las mentiras que les bombardean la mente mediante la publicidad ['la vaca que ríe']. Sólo haría falta una visita al matadero para que un niño rechace comer animales. 

Las campañas en favor de los Derechos Animales están organizadas por seres humanos y, por tanto, poseen una característica curiosa: las personas a las que los humanos están ayudando en este caso no son conscientes de lo que otros hacen por ellos y, si consiguen tener éxito, no podrán agradecérselo.

Las campañas en favor de los Derechos Animales son un propósito humanitario de principio a fin.»